martes, 3 de marzo de 2009

Capitulo dos. Laia


El pequeño apartamento que tenía alquilado Laia era todo lo que podía permitirse tener en esos momento. Su trabajo, dependienta de una tienda del barrio del casco antiguo de Barcelona, no pasaba por un buen momento y las ventas no eran las suficientes como para que sus puertas se mantuvieran abiertas mucho tiempo más. Sin embargo, hacía todo lo que podía para recaptar clientes y se las ingeniaba para que el escaparate de la tienda fuera lo bastante atractivo como para que la gente entrara a mirar y comprara algún colgante aunque fueran de los más baratos. Su jefe tenía dos tiendas mas abiertas, en otros lugares de Barcelona, como aquella pero la de Laia era la única que le daba unos beneficios muy escasos y no tardaría en cerrarla.
Laia comió cuatro cucharadas de la crema de espárragos prefabricada que había preparado en unos pocos minutos y luego se calentó los restos de la carne de la noche anterior en el microondas. Mientras, miraba las noticias del pequeños televisor que descansaba sobre una pequeña mesita, comprada en el Ikea, y se decía que debía de volver a esos grandes almacenes para comprar una estantería para poner los libros que tenía amontonados en una de las esquinas del minúsculo salón. Tendría que pedir prestado el coche de Carlos para ir y eso suponía otro encuentro con él en el café italiano de la esquina aguantando sus charlas que siempre trataban del mismo tema: su madre. Él y Laia se conocían desde la infancia porque habían sido vecinos del mismo edificio y hacía unos meses habían coincidido en un pub y se habían puesto a charlas de los viejos tiempos. Al final de aquella velada Laia sabía más cosas de la madre de Carlos, con la cual aún vivía, de lo que hubiera querido saber, pero a cambio le había prestado el coche para hacer unos recados.
Siguió pensando un rato más sin prestar atención a lo que hablaban en el telediario y se acabó los restos de comida. Puso los platos en la pica sin tener ganas de lavarlos y pensando que lo haría por la noche se tumbó en el sofá poniéndose una fina colcha sobre ella. No tardó en dormirse y al cabo de media hora sonó el despertador para volver al trabajo. Lo bueno que tenía de estar cerca del trabajo era que podía pasar los descansos del mediodía en su casa y en su sofá y se ahorraba algún cutre menú de algún bar. Se vistió sin prisas con los misma camisa verde y los mismos tejanos y fue al lavabo para lavarse la cara, peinarse, maquillarse y hacer un pis. Cogió el bolso y cerró la puerta con llave.
Su piso era un segundo y estaba situado en una calle que se llamaba Arenes de Sant Pere, entre Sant Pere Mès Alt y Més Baix. No es que fuera un buen barrio pero era muy céntrico y no tenía que pagar mucho de alquiler.
Llegó hasta Layetana y cruzó para adentrase en una de las calles que comunicaban la gran avenida con la Puerta del Ángel. Subió la persiana de la tienda a media altura y se metio agachándose para volver a bajarla tras de sí. Después de encender todas las luces y preparar la caja abrió la persiana a las cinco de la tarde.

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